miércoles, 17 de junio de 2009

YO, MI PADRE

Como un adolescente rebelde tengo aún algunas cuentas pendientes con mi padre.

Sin embargo son sólo mías. No podría oponérselas. A mis 47 años hace mucho tiempo ya que prescribieron. En todo caso, soy yo quien no ha sabido darse el espacio necesario para poder analizarlas, procesarlas, exorcizarlas en sesiones sucesivas de terapia.

Mi padre no es culpable de algunos errores que cometió conmigo y con mis hermanos. A él siempre le cupieron las generales de la ley.

Cuando apenas tenía tres años murió su papá, Benjamín Torres Luján. Tres años más tarde lo hizo su mamá, Lucinda Argüello Indarte. Mi papá, Benjamín Torres Argüello, fue el menor de cuatro hermanos de una familia tradicional de Córdoba despedazada por fuerza del destino hecho enfermedad. La responsabilidad de su crianza y la de sus tres hermanos -Hilarión, Mario y Osvaldo-, recayó en la heroica "abuelita Mercedes"…

Mercedes Indarte de Argüello -tal era su nombre- crió 23 nietos en una vieja casona de la ciudad de Córdoba, a poca distancia de la Cañada.

Papá no tiene cuentos o anécdotas de sus padres. Apenas conserva, como mudo testimonio, algunas fotos viejas que guardó siempre como un tesoro en un antiguo “secretaire” y que recurrentemente mostró desde que eramos muy pequeños a mis hermanos y a mí, sin poder decir demasiado, pero transmitiendo emoción y orgullo: “Este es mi papá, fue Jefe de Policía, y esta es la abuela de ustedes, Lucinda, mi mamá, ¿vieron que linda que era?”, comentaba con cierta vergüenza y con los ojos enrojecidos, casi al borde del llanto. Y nosotros, chiquitos, mirábamos extasiados esas fotos color sepia donde reconocíamos rasgos familiares afines. El ritual se repetía por lo menos una a dos veces al año; con las mismas palabras, con la misma emoción, con los mismos silencios. Hoy entiendo que era ésa la forma en que papá hacía presente a sus padres; y era ése el modo en que nos hacía sentir aquellas caricias que nuestros abuelos no pudieron darnos ni darle. Porque a papá siempre le dolió más lo que nos podía faltar a nosotros, que lo que él mismo no tuvo. Sin embargo, a través de aquella ceremonia, de aquel ritual, logró el milagro de hacernos sentir el amor de nuestros abuelos del cielo. Papá, siempre pensó más en nosotros que en él.

La “abuelita Mercedes” –como él siempre la llamó- tuvo mayor presencia entre nosotros a través de algunas anécdotas sueltas, inocentes, típicas de la época. Tampoco nos habló demasiado de ella, pero no necesitábamos mucho más para entender que todo el amor que papá pudo recibir de niño se lo prodigó esa maravillosa mujer. Algún relato indica que llegó a conocer a un influyente Gobernador de Córdoba que se presentó en su casa con bastón y galera y logró impactarla por su caballerosidad y elegancia. El cuento guarda con pudor sentimientos más profundos que jamás serán revelados, pero que dejan traslucir un osado pensamiento de antaño en la picardía que se utiliza en la descripción de un episodio tan simple como una visita a una casa.

La “abuelita Mercedes” se hizo cargo de la educación de sus nietos. La venta de campos de la familia permitió financiar esos gastos, y así lo hizo cuando papá, siguiendo los pasos de su hermano Osvaldo, decidió ingresar, a los 10 años, en el seminario de los franciscanos. La educación religiosa daba tranquilidad a la abuela en una provincia conservadora donde los ojos de las demás familias juzgaban inquisitoriamente el modo en que se tomaban decisiones en cada casa.

Y así creció papá. Agradecido eterno por lo que la "abuelita Mercedes" hizo por él y por sus hermanos. En una familia partida por la muerte temprana de los padres; educado por curas franciscanos, tal vez los más sensibles al dolor real, dentro de una Iglesia fría, hipócrita y muchas veces indiferente. Siendo el menor, le tocó junto a su hermano Osvaldo marcar el rumbo del deber ser a los hermanos mayores, a quienes la orfandad los sorprendió en una adolescencia tan plena como para generar un rencor que duraría por muchos años.

Papá fue la encarnación de la responsabilidad.
Rompió el cascarón cuando se dio cuenta que la carrera religiosa no era su vocación, pero que si dejaba el seminario era para enfrentarse a la vida con los valores que la "abuelita Mercedes" quería para él. No hay dudas que a papá jamás lo atrajo la Iglesia. Sin embargo, mamó los principios y valores cristianos que los franciscanos y su abuela supieron transmitirle con mucha más fuerza y convicción que la de varios compañeros suyos que siguieron el camino religioso.

En una carrera contra reloj, terminó de cursar el secundario en el prestigioso Colegio Montserrat y en cuatro años se recibió de médico mientras trabajaba en el hipódromo de Córdoba para “costearse” los estudios, como le gusta decir a él.

Su abuela Mercedes murió con 91 años en sus brazos, cuando le faltaba a él muy poco para recibirse de médico. Estar allí, en ese momento, fue el regalo más importante que le dio la vida. Si tuviera que retratar a mi papá, elegiría sin duda ese momento: flaco, fibroso, joven, como un Cristo con su abuela viejita falleciendo en sus brazos.

Papá es hijo del dolor y del esfuerzo. De la tradición y de la marginalidad. De la religión y de la secularidad. De familia numerosa y de la soledad. Papá es una persona esencialmente honesta y con una increíble bondad. Jamás ví que lastimara a alguien. Nunca lo hablé con él, pero sé que estudió medicina para quitarle el dolor a la gente, para curarla, para hacerles bien, para que disfruten en la vida lo que él no pudo disfrutar. Para darles lo que él hubiera querido tener.

Cuando yo tenía cinco o seis años, tuve la suerte de acompañar a mi papá en algunas visitas a domicilio que realizaba como médico. Recuerdo que ibamos a barrios muy pobres en los suburbios del pueblo donde vivíamos, y que después de atender a gente muy humilde, se repetía invariablemente un mismo cuadro: cuando papá salía de la casa, generalmente en la misma puerta, le preguntaban los familiares de los pacientes: “Doctor, ¿cuánto le debemos?”. Papá les decía lo que cobraba por visita a domicilio, pero apenas veía que querían “hacer una vaquita” para pagarle, les decía: “Noo! Por favor! Está bien.. otro día si pueden me lo pagan”. Ese es mi papá. Un tipo esencialmente bueno, sano.

Por eso sé que fue mi papá quien me enseñó a ser honesto y solidario de verdad. No oportunista, solidario.

A los 47 años me encuentro en esta vida con un montón de cosas que recién hoy están aflorando desde mi interior. Entre esas cosas me doy cuenta que algunas son pilares sobre los que me voy a sostener hasta que me vaya para siempre; como haremos todos, algún día.

La honestidad y el bien común son los pilares que me enseñó mi papá.
Sin hablar, a puro ejemplo.

Gonzalo Torres Argüello.
17 de Junio de 2009.-