miércoles, 17 de junio de 2009

YO, MI PADRE

Como un adolescente rebelde tengo aún algunas cuentas pendientes con mi padre.

Sin embargo son sólo mías. No podría oponérselas. A mis 47 años hace mucho tiempo ya que prescribieron. En todo caso, soy yo quien no ha sabido darse el espacio necesario para poder analizarlas, procesarlas, exorcizarlas en sesiones sucesivas de terapia.

Mi padre no es culpable de algunos errores que cometió conmigo y con mis hermanos. A él siempre le cupieron las generales de la ley.

Cuando apenas tenía tres años murió su papá, Benjamín Torres Luján. Tres años más tarde lo hizo su mamá, Lucinda Argüello Indarte. Mi papá, Benjamín Torres Argüello, fue el menor de cuatro hermanos de una familia tradicional de Córdoba despedazada por fuerza del destino hecho enfermedad. La responsabilidad de su crianza y la de sus tres hermanos -Hilarión, Mario y Osvaldo-, recayó en la heroica "abuelita Mercedes"…

Mercedes Indarte de Argüello -tal era su nombre- crió 23 nietos en una vieja casona de la ciudad de Córdoba, a poca distancia de la Cañada.

Papá no tiene cuentos o anécdotas de sus padres. Apenas conserva, como mudo testimonio, algunas fotos viejas que guardó siempre como un tesoro en un antiguo “secretaire” y que recurrentemente mostró desde que eramos muy pequeños a mis hermanos y a mí, sin poder decir demasiado, pero transmitiendo emoción y orgullo: “Este es mi papá, fue Jefe de Policía, y esta es la abuela de ustedes, Lucinda, mi mamá, ¿vieron que linda que era?”, comentaba con cierta vergüenza y con los ojos enrojecidos, casi al borde del llanto. Y nosotros, chiquitos, mirábamos extasiados esas fotos color sepia donde reconocíamos rasgos familiares afines. El ritual se repetía por lo menos una a dos veces al año; con las mismas palabras, con la misma emoción, con los mismos silencios. Hoy entiendo que era ésa la forma en que papá hacía presente a sus padres; y era ése el modo en que nos hacía sentir aquellas caricias que nuestros abuelos no pudieron darnos ni darle. Porque a papá siempre le dolió más lo que nos podía faltar a nosotros, que lo que él mismo no tuvo. Sin embargo, a través de aquella ceremonia, de aquel ritual, logró el milagro de hacernos sentir el amor de nuestros abuelos del cielo. Papá, siempre pensó más en nosotros que en él.

La “abuelita Mercedes” –como él siempre la llamó- tuvo mayor presencia entre nosotros a través de algunas anécdotas sueltas, inocentes, típicas de la época. Tampoco nos habló demasiado de ella, pero no necesitábamos mucho más para entender que todo el amor que papá pudo recibir de niño se lo prodigó esa maravillosa mujer. Algún relato indica que llegó a conocer a un influyente Gobernador de Córdoba que se presentó en su casa con bastón y galera y logró impactarla por su caballerosidad y elegancia. El cuento guarda con pudor sentimientos más profundos que jamás serán revelados, pero que dejan traslucir un osado pensamiento de antaño en la picardía que se utiliza en la descripción de un episodio tan simple como una visita a una casa.

La “abuelita Mercedes” se hizo cargo de la educación de sus nietos. La venta de campos de la familia permitió financiar esos gastos, y así lo hizo cuando papá, siguiendo los pasos de su hermano Osvaldo, decidió ingresar, a los 10 años, en el seminario de los franciscanos. La educación religiosa daba tranquilidad a la abuela en una provincia conservadora donde los ojos de las demás familias juzgaban inquisitoriamente el modo en que se tomaban decisiones en cada casa.

Y así creció papá. Agradecido eterno por lo que la "abuelita Mercedes" hizo por él y por sus hermanos. En una familia partida por la muerte temprana de los padres; educado por curas franciscanos, tal vez los más sensibles al dolor real, dentro de una Iglesia fría, hipócrita y muchas veces indiferente. Siendo el menor, le tocó junto a su hermano Osvaldo marcar el rumbo del deber ser a los hermanos mayores, a quienes la orfandad los sorprendió en una adolescencia tan plena como para generar un rencor que duraría por muchos años.

Papá fue la encarnación de la responsabilidad.
Rompió el cascarón cuando se dio cuenta que la carrera religiosa no era su vocación, pero que si dejaba el seminario era para enfrentarse a la vida con los valores que la "abuelita Mercedes" quería para él. No hay dudas que a papá jamás lo atrajo la Iglesia. Sin embargo, mamó los principios y valores cristianos que los franciscanos y su abuela supieron transmitirle con mucha más fuerza y convicción que la de varios compañeros suyos que siguieron el camino religioso.

En una carrera contra reloj, terminó de cursar el secundario en el prestigioso Colegio Montserrat y en cuatro años se recibió de médico mientras trabajaba en el hipódromo de Córdoba para “costearse” los estudios, como le gusta decir a él.

Su abuela Mercedes murió con 91 años en sus brazos, cuando le faltaba a él muy poco para recibirse de médico. Estar allí, en ese momento, fue el regalo más importante que le dio la vida. Si tuviera que retratar a mi papá, elegiría sin duda ese momento: flaco, fibroso, joven, como un Cristo con su abuela viejita falleciendo en sus brazos.

Papá es hijo del dolor y del esfuerzo. De la tradición y de la marginalidad. De la religión y de la secularidad. De familia numerosa y de la soledad. Papá es una persona esencialmente honesta y con una increíble bondad. Jamás ví que lastimara a alguien. Nunca lo hablé con él, pero sé que estudió medicina para quitarle el dolor a la gente, para curarla, para hacerles bien, para que disfruten en la vida lo que él no pudo disfrutar. Para darles lo que él hubiera querido tener.

Cuando yo tenía cinco o seis años, tuve la suerte de acompañar a mi papá en algunas visitas a domicilio que realizaba como médico. Recuerdo que ibamos a barrios muy pobres en los suburbios del pueblo donde vivíamos, y que después de atender a gente muy humilde, se repetía invariablemente un mismo cuadro: cuando papá salía de la casa, generalmente en la misma puerta, le preguntaban los familiares de los pacientes: “Doctor, ¿cuánto le debemos?”. Papá les decía lo que cobraba por visita a domicilio, pero apenas veía que querían “hacer una vaquita” para pagarle, les decía: “Noo! Por favor! Está bien.. otro día si pueden me lo pagan”. Ese es mi papá. Un tipo esencialmente bueno, sano.

Por eso sé que fue mi papá quien me enseñó a ser honesto y solidario de verdad. No oportunista, solidario.

A los 47 años me encuentro en esta vida con un montón de cosas que recién hoy están aflorando desde mi interior. Entre esas cosas me doy cuenta que algunas son pilares sobre los que me voy a sostener hasta que me vaya para siempre; como haremos todos, algún día.

La honestidad y el bien común son los pilares que me enseñó mi papá.
Sin hablar, a puro ejemplo.

Gonzalo Torres Argüello.
17 de Junio de 2009.-

lunes, 16 de febrero de 2009

MI HIJA FUE INTERNADA EN UN NEUROPSIQUIATRICO (Consecuencias de la bulimia-Ocurrió en Abril de 2008)


“¿Vos estabas haciendo dieta? ¿Y te comés una “Tita” que tiene más de 100 calorías?”.
La “inocente” pregunta fue el detonante de un día infernal.
Lucila sintió que todo su esfuerzo había sido en vano. La nutricionista del centro donde tratan su trastorno alimentario la había convencido de que podía comer sin culpa una “Tita” como colación. Le había hecho entender que podía darse un gusto con algo que tuviera chocolate; que no se trataba de hacer dieta sino de tener un plan de alimentación razonable. Era una técnica para ayudarla a aprender a comer equilibradamente. Tan solo eso. Una sana y sensata técnica que en pocos segundos terminó por hacer añicos la frivolidad y la obsesión social representada por las inoportunas palabras de esta inconsciente compañera del colegio.

Mi hija entonces tragó con culpa lo que quedaba aún en su boca y corrió hacia el baño. Se encerró en él con incontrolable angustia para llorar a solas y maldecir tanta crueldad e injusticia. Mientras hacía arcadas atragantada por el dolor y el llanto, intentaba secar sus lágrimas frente al espejo que le mostró su peor imagen: la de la “gorda más gorda y horrible del colegio” (1).

Inmediatamente se inclinó sobre el inodoro y metió con bronca tres dedos en su boca hasta que provocó convulsivamente la expulsión de su ingesta del día. Y con ella salió despedido todo su odio a esta sociedad discriminadora, hueca y enferma, donde lo importante es lo insignificante, y donde el culto al cuerpo ha idiotizado a millones de personas.

Este episodio no fue simplemente un vómito. Sus consecuencias nefastas e inimaginables aún hoy las sufre toda la familia.

Aquel día estaba perdido para Lucila: lo que había estado haciendo bien pasó a estar mal, y lo mucho o poco que sabía para el examen de la hora siguiente se borró por completo de su memoria. Su felicidad se desdibujó de su cara. Su autoestima descendió al hondo bajo fondo de la locura argentina donde se encuentran los castigados por la intolerancia social y la discriminación de todo tipo. Llegó a casa con una ansiedad incontrolable. Comenzó a llamar por teléfono a medio mundo al mismo tiempo que enviaba mensajes por el celular y chateaba por Internet con 10 amigos a la vez. Comenzó a pedirme y reclamarme que nos mudáramos, que viajemos más, que compremos la felicidad de algún modo. Demandaba ese bienestar que prometen los anuncios publicitarios intentando llenar en vano el vacío existencial que la situación en el colegio le había provocado.

Ante mi primer “no se puede”, corrió a su cuarto llorando y se encerró con llave. Golpeé su puerta y le pedí que me dejara pasar. Sus gritos y su llanto iban en aumento. Desesperado le imploraba que me abriera la puerta. Inmediatamente su llanto se convirtió en un ronquido profundo y grave que reflejaba aún más su dolor. Entonces comencé a gritar mientras golpeaba la puerta de su cuarto ahora con más fuerza: “Lucila!!” “Lucila” “Abrí por favor! Te quiero! Dejame pasar”!!”. Ya no me importaron más los vecinos. Pude distinguir en algunos gemidos suyos que algo espantoso estaba sucediendo. Llamé al celular de la psiquiatra de mi hija para buscar consejo. Finalmente Lucila abrió la puerta y se tiró al piso para seguir llorando desconsoladamente. Los dedos de su mano sangraban y habían gotas rojas en la alfombra. Por encima de los empeines de sus pies podía ver los cortes suficientemente profundos como para impresionar a cualquiera. Una tijera manchada con sangre yacía en el piso como elemento probatorio de lo sucedido.

Me arrodillé a su lado y puse su cabeza contra mi pecho…No había nada que la consuele. No había nada que me consuele…. Mis abrazos y mis mimos no alcanzaron….

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No fue aquel el momento más difícil que viví con mi hija. Hace ya bastante tiempo que está en tratamiento por bulimia y no fue aquella la primera vez que se cortaba .

Con la mamá, hace muy poco, tuvimos que aceptar y consentir que la medicasen con ansiolíticos y tranquilizantes. Fue otra situación muy difícil. No es fácil para un papá o mamá aceptar que, con sólo 16 años recién cumplidos, una hija deba tomar este tipo de medicación Y sin embargo, nuevamente, tampoco fue ese el momento más difícil que vivimos en relación al trastorno alimenatario que sufre mi hija.

El 10 de abril pasado, luego de otros episodios similares, la psiquiatra y la psicóloga decidieron su internación en una clínica psiquiátrica para preservar su integridad física. Esta decisión requirió del consentimiento de la mamá y del mío por ser Lucila menor de edad. Desbordados por las circunstancias, antes de prestar ese consentimiento, propusimos algunas variantes para evitar un hecho que nos parecía terrible. Así, propusimos contratar un acompañante terapéutico que vigile a nuestra hija durante todo el tiempo mientras la mamá y yo trabajábamos; también sugerimos que podíamos tomarnos licencias para estar nosotros a su lado… Sin embargo, nuestra hija misma suplicó que la internemos: “No aguanto más; necesito ayuda; soy horrible; me siento muy mal! por qué no soy normal? Me quiero matar….” Repetía una y otra vez con angustia incontrolable.
Estaba todo dicho; y así, entre llantos, empezamos los trámites para su internación. La mamá y yo acordamos en alternarnos en el acompañamiento de Lucila en la clínica ya que al tratarse de una menor de edad, un mayor responsable debía estar con ella todo el tiempo.

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Los dos primeros días fue acompañada por la madre y los siguientes por mí.
La clínica en cuestión (INEBA: Instituto de Neurociencias de Buenos Aires) alberga gente con todo tipo de trastornos psiquiátricos: bulímicos, anoréxicos, depresivos, droga-dependientes, y varias patologías más.

El acceso es “tipo carcelario” pero de muy buen nivel. Antes de ingresar le quitan a uno los objetos metálicos, celulares, cordones y todo tipo de elemento que pudiera ser utilizado para hacerse uno daño o lastimar a terceros, y se los coloca en un “locker”.

Por suerte nos asignaron una habitación no compartida con dos camas. Debajo de los colchones podían verse los cinturones para sujetar a los pacientes si alguna situación así lo requería. Hay cámaras en todos lados, baño incluido. Tenía la sensación de estar en una especie de “Gran Hermano”. La decoración es minimalista por obligación, y como en el GH televisivo, un patio interior con un jardín bien verde deja ver el cielo. Es el único lugar donde se permite fumar.

El día que llegué para reemplazar a la mamá, nos sentamos con mi hija en un sillón del gran living de la clínica. Inmediatamente se nos acercó tambaleante un compañero de la casa. Algo despeinado y mal afeitado, tenía el pantalón sujeto con cintas de embalaje (los cinturones son “decomisados” en el ingreso) y sus zapatos abotinados, de muy buena calidad, estaban por supuesto sin los cordones. Usaba una remera blanca con el logo del MIT (Massachussets Institute of Technology). Abracé a mi hija con instinto protector; él me miró y me preguntó con voz semejante a la de un borracho: “De qué empresa sos?”. “Recién llego”, le respondí con temor, mientras rogaba que no perdiera su equilibrio y cayera encima nuestro. No me animé a llamar a los enfermeros, y tampoco a echarlo. Enseguida Lucila buscó calmarme: “No molesta papá; está reloco. Se llama Santiago”, me dijo riéndose. No fue la mejor bienvenida por cierto y me angustió comprender dónde estaba internada mi hija sin saber siquiera por cuánto tiempo. Súbitamente el hombre encaró para otro sector y preguntó a uno de los acompañantes terapéuticos de la clínica: “Hay Wi-Fi en este hotel?”. Más tarde me enteré que el personaje en cuestión es ingeniero y hasta hace poco daba clases en la Maestría de una de las universidades privadas más caras y prestigiosas de la Argentina.

Comencé luego tímidamente a observar a otros pacientes. La ropa de marca de muchos de ellos eran reveladores de la condición económico-social predominante en el grupo: NIKE, Emporio Armani, o sencillamente ropa claramente comprada en el exterior. El efecto de la medicación se percibía en unos más que en otros. La interacción entre todos los huéspedes, los enfermeros y los acompañantes terapéuticos es natural y afable.

El sistema está hecho para romper con la rutina disparadora de los comportamientos que se tienen afuera y que se quieren evitar. No hay allí estímulos que provoquen el desborde. Pero si acaso algo lo provocara, no hay elementos para que quien se droga, se drogue; quien se corta, se corte; o quien agrede, agreda. La clínica no es solución ni cura. Es interrupción y orden con aspiración a “toma de conciencia”. No se hace allí nada especialmente. Hay libros, juegos de mesa (cartas, Batalla Naval; Scrabel), ping pong, metegol y una bicicleta de gimnasio.

Durante el día se sirve el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena junto con la correspondiente medicación personalizada en vasitos plásticos descartables de café con el nombre de cada paciente escrito con un marcador indeleble. Guardo con mucha impresión el recuerdo de la primera cena: el enfermero se acercó a la mesa y para ubicar a cada uno fue diciendo en voz alta su respectivo nombre: “Juan”, ”Santiago”, “Rosa”… “Lucila”… Un frío sudoroso recorrió mi espalda y no pude contener algunas lágrimas que escaparon de mis ojos sin llanto y sin control.

Inmediatamente me advirtieron -como papá de Lucila- que si alguien no quiere tomar la medicación, el enfermero tratará de convencerlo; sí aún así persiste en su negativa, se le advierte que le será inyectada por la fuerza; y finalmente si la resistencia continúa, se la inyectan. No hay negociación posible.

Las porciones de las comidas son medidas y los horarios muy estrictos. A las habitaciones se puede ir en determinados horarios, y cuando se cierra el acceso, todos permanecen sentados o despatarrados en el gran living frente al único televisor gigante con controles bajo caja de seguridad.

El contacto físico entre la gente está absolutamente prohibido y vigilado. A tal punto que luego de pasar mi primer noche en la clínica, entró un enfermero a la habitación y nos despertó para desayunar. Mi hija se levantó y vino atontada a mi cama a buscar mimos, pero la cámara fue implacable: en menos de un minuto entró un asistente a la habitación para ordenarle que se alejase de mi cama. Después de almorzar, se repitió una escena similar: me senté en un sillón del gran living y mi hija se sentó sobre mis piernas. No alcancé a pedirle que se retire cuando la psiquiatra de guardia me llamó la atención y me advirtió impaciente que cumpliera con las reglas y se las hiciese entender a mi hija, o estaríamos en problemas.

Es que la clínica no es un hotel. Uno no puede estar como en su casa: hay normas; hay un sistema que se aplica con un propósito terapéutico basado en el aislamiento y la eliminación de los estímulos. Y así como en el Gran Hermano televisivo quien aguanta más gana, aquí se juega a tolerar esa permanencia como una contribución para el tratamiento. “La última vez vine por un mes y me fui a la semana y media”, me dijo Pablo, adicto a la cocaína, quien negocia sus entradas y salidas con su médico psiquiatra, ya que son los profesionales médicos quienes tienen las llaves para el ingreso y el egreso.

En mi segundo día comencé a hablar con varios pacientes. Santiago, el ingeniero tambaleante y profesor prestigioso, mezclaba en sus diálogos conmigo un excelente inglés con español. “Do you have a lighter?” Me preguntó con un cigarrillo en la mano mientras un acompañnate terapéutico le indicaba que debía salir al jardín para fumar. “Mañana tendría que dar clases” –protestaba- “y estos tipos no me dejan salir”. “¿Cuánto hace que estás acá?”, le pregunté. “No sé" –me respondió. "Yo tenía una reunión con el Ministro de Economía, pero fueron a casa cuatro tipos, me inyectaron algo y me trajeron aquí sin preguntarme nada”, se quejaba. Se lo veía realmente fuera de sí; cuando hablaba, confundía historias y datos reales de su vida con hechos fantasiosos que inventaba para la ocasión. Me habló del MIT, de sus campos en Punta del Este, de su infancia en Montevideo y Entre Ríos, de su mujer, y de sus dos hijas, pequeñas aún, a quienes nombró con cariño, y mi alma de padre se quebró. Santiago es un buen tipo, no hay dudas. Me pregunto qué le pasó...

Rosita, madre de dos hijos de 15 y 20 años sufre de anorexia, bulimia, y depresión. Tenía “ojeras”, como las que le pintan a los que hacen de locos en las películas en donde se representan escenas en hospitales psiquiátricos. Pero esas ojeras no estaban pintadas. Rosita temblaba constantemente; y cuando salía al jardín a fumar, ese temblor se hacía más evidente por el modo en que llevaba el cigarrillo a su boca. De a ratos sonreía. “Es la quinta vez que estoy internada”. Me contó que “Abril” es de terror. “Es una joda. Podés fumar en cualquier lado y nadie controla nada. Allá yo seguía vomitando; aquí no podés porque tenés cámaras hasta en los baños”. También estuvo en “Santa Rosa”. “Allí estaba el hijo de Sofovich por su adicción a las drogas” me explicaba, “pero este es el mejor lugar”. Me quedé más tranquilo por mi hija. Rosita me dijo que estaba deprimida; que la habían llevado allí mientras forcejeaba con su hijo mayor que intentaba quitarle un vidrio que tenía en la mano para cortarse. Me explicó además que su depresión tenía origen en el hecho de que era inminente que sus hijos se fueran a vivir con su papá. Y mientras me hablaba, la miraba y no pude dejar de pensar que esa era la mejor solución para sus hijos.

Silvana es estudiante de Historia del Arte. Tiene aproximadamente unos 30 años y es evidente que pertenece a una familia bien posicionada. Su papá es abogado. Es anoréxicamente flaca y me contó que estaba allí por depresión, “pero tengo de todo”, me aclaró. También me dijo que la llevaron justo cuando estaba por mudarse a Palermo. Hace tiempo que está enferma, lo acepta, y fuera de la clínica ya tenía acompañante terapéutico permanente. Por las tardes la buscan y la acompañaban a la UCA, donde cursa su carrera. Mientras conversa parece animada; cuando calla se muestra depresiva. Por momentos su mirada queda colgada en el vacío y uno percibe claramente que por su cabeza pasa una película que sólo ella está disfrutando o padeciendo. Uno le habla y vuelve a la interacción inmediatamente, como poniendo en pausa su “panel de control”.
Cuando conversó conmigo me dijo no saber nada de nada, pero cuando le pregunté por su carrera y el arte, se transformó y me describió con entusiasmo, minucioso detalle y vasto conocimiento cada museo de Buenos Aires; habló de los clásicos y de los pintores de toda la historia mundial con familiaridad y regocijo: se explayó sobre los griegos, los romanos; Da Vinci, Van Gogh, Miró, Picasso. Criticó a Kuitca “porque está muy comercial y se repite con lo que le dio reconocimiento”. Venera a León Ferrari, admira a Regazzoni y envió a cada uno de los presentes a visitar su muestra en los galpones ferroviarios de Retiro. Aclaró, ante el comentario de alguien, que el fresco que hay en Galería Pacífico de Spilimbergo no es el único fresco; que hay varios más de diversos artistas que siguió nombrando con erudición. A la noche Silvana se sentó en un sillón al lado mío frente a la TV gigante. Ignorando mi presencia cercana, la del resto de los presentes y las mismas cámaras, comenzó a tocarse por encima de su pantalón mientras sus ojos fijos y bien abiertos reflejaban una introspección que ponía su imaginación en una película condicionada que sin dudas la tenía como protagonista.

La noche del domingo llegaron tres personas más: dos de ellas tenían el aspecto de haber venido por adicción a las drogas; la tercera por depresión. Dos días en la clínica fueron suficiente tiempo para mí para poder reconocer y distinguir un caso del otro. Básicamente por la forma de moverse y de hablar. A diferencia de los depresivos, a los droga-dependientes se los ve “activos”, fumando con ansiedad. El depresivo, en cambio, cuando fuma, lo hace por aburrimiento.

Juan es un adicto severo. Inquieto. Permanecía leyendo y un poco alejado de toda la gente. En la vida “civil” trabaja como consultor de empresas. Es soberbio y con una inteligencia muy superior a la media. Me explicó que estaba allí por sus desbordes con las drogas, las mujeres y su éxito en la vida. Trataba en forma despectiva a la mayoría de sus pares… los pacientes. A mí me respetaba. Me veía sobrio, aplomado, sano, y sabía que era el papá de la adolescente que había entrado hace unos días. Me hizo comentarios peyorativos de la gente buscando mi complicidad. No participé de ella pero lo escuché para conocerlo.

Hasta el más loco allí se dio cuenta que yo no era “del palo”. El mismo Santiago, a pesar de su despiste, se me acercó el segundo día y me dijo: “Perdoná que no traje “business cards” para darte” –mientras tocaba su camiseta blanca a la altura del corazón como revisando el bolsillo interior de un traje imaginario-: “¿Pero vos qué hacés aquí?”, preguntó notando la diferencia. No fue el único. Sin embargo, todo allí es transparente y más temprano que tare supieron que yo era el papa de la paciente menor de edad. Y valoraron mi presencia y la de la mamá los dos primeros días: “Eso fue lo que nos faltó a nosotros para curarnos”, coincidieron varios una noche en el jardín. Como jamás imaginé que podía llegar allí, no pude sentir esos comentarios como un halago; sí tal vez como un alivio, o mejor como una esperanza. Porque al fin y al cabo, y aunque me costó aceptarlo, a mi hija la vieron claramente con un problema afín al de ellos. Sus marcas en los brazos y en las piernas la igualaban con el grupo.

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El quinto día de internación por la tarde teníamos la visita de la psiquiatra.
Mi deseo era que fuera ese nuestro último día de internación. Lucila estaba ya mucho más tranquila y reflexiva. Y aunque continuaba con mucho dolor, pudo “mostrarlo”, verbalizarlo, expresarlo sin transformarlo en incisiones en sus piernas o sus brazos; con excepción del primer día de internación, que después de cortarse los brazos con sus uñas, rápidamente los enfermeros se ocuparon de doparla y cortárselas. Nuestra estrategia –con la mamá- era explicarle a la psiquiatra que ya no podíamos seguir encerrados. Teníamos que seguir trabajando y aún manejábamos la alternativa de pedir más días de licencia. La mamá ya se había tomado una semana. Y yo ya fantaseaba con renunciar a mi trabajo.

Necesitábamos probar cuanto antes –además- si Lucila podía volver a la normalidad. La queríamos ver nuevamente feliz, yendo al colegio (bueno, a otro colegio), llamando a sus amigas (bueno, con excepción de aquellas que le habían hecho mal), tocando la guitarra y cantando con esa voz privilegiada que tiene. La imaginábamos con ese humor e histrionismo que nos enorguellece, con ese disconformismo por las injusticias de la vida, con esa búsqueda natural y espontánea de un mundo mejor que guía cada uno de sus actos, y esa sensibilidad única, que le permite componer canciones con un talento maravilloso. La imaginábamos con esa ternura infinita jugando con su hermano de tres años, amor de su vida.

Lucila también me expresó ese día que ella quería salir, aunque reconocía que el mundo exterior ahora era peligroso para ella. Le expliqué que cuanto mejor pudiera mostrarse con la psiquiatra, más alta serían las chances para continuar la rehabilitación afuera, en casa de la mamá.
A esa altura yo ya había aprendido que su problemática no es distinta a la de una persona que padece una adicción a las drogas: en ambos casos los estímulos exteriores aparecen como una amenaza que lleva al paciente a repetir conductas no deseadas de autolesión… ¿Cuál es la diferencia entonces?.

Por la tarde, vino la mamá y finalmente tuvimos nuestro encuentro con la médica.
Primero se reunió con Lucila y luego con nosotros. La psiquiatra no estaba del todo convencida de si correspondía la externación, pero escuchó nuestra súplica: queríamos darle una oportunidad. Y finalmente todo salió como esperábamos y Lucila sería externada ese mismo día para seguir con una internación domiciliaria con las siguientes reglas:

1) No puede estar sola en ningún momento.
2) Debe comer siempre acompañada.
3) La comida siempre le debe ser servida.
4) Quitar las llaves y trabas en los cuartos y los baños.
5) La medicación debe estar lejos de su alcance.
6) La medicación le es administrada por los padres.
7) No puede usar teléfono celular, ni computadora.
8) No puede hacer ni recibir llamadas telefónicas.
9) Nos dio una lista restringida de dos amigas solamente que podían comunicarse telefónicamente con ella.

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Estábamos contentos. A pesar de las duras reglas, nuestra hija iba a tener su oportunidad.
Lucila y yo fuimos a despedirnos de los demás pacientes que ya no eran más extraños para mí, ni me causaban temor alguno. Santiago, Juan, Pablo, Rosita, Silvana y el resto de nuestros compañeros de ruta nos desearon suerte y el deseo de que no tuviéramos que volver a la clínica. Sentí alegría por salir, pero también pena por dejarlos sin saber qué será del destino de cada uno de ellos. Mi compasión por ellos alcanzó su punto máximo cuando la puerta hermética que dejaba atrás el "gran living" se cerró con fuerza.

Juntamos nuestras cosas de la habitación y atravesamos el sistema de seguridad que nos dejó cerca del mundo exterior. Retiré del locker que me asignaron al ingreso mi cinturón, mi celular, cordones y otros elementos personales.

Pasaron 5 días y tenía la sensación de haber estado una vida ahí adentro. Ahora Lucila debe ir aprendiendo a convivir o “amigarse” con este mundo exterior que la ha venido agrediendo y donde alguna cuota importante de responsabilidad también nos corresponde a los padres.

"¿Habrá servido esto?", me pregunté.
La respuesta es SI. Y por varios motivos:
1) Lucila llegó con muchísima bronca, peleada con el mundo y con un impulso incontrolable de lastimarse por cualquier cosa que le molestase (y le molestaba todo!!). Pues bien: allí no pudo hacerlo más. Mejor dicho, pudo hacerlo sólo el primer día hasta que sus uñas fueron cortadas.
2) Esos días fueron de reflexión para todos. Aprendí muchísimo aquí sobre la problemática de mi hija. Aprendí sobre los adictos a las drogas, a los juegos, al poder. Aprendí sobre la depresión, la anorexia y la bulimia. Aprendí sobre el valor del aislamiento como método terapéutico en las enfermedades psiquiátricas. Y pude comprender mejor lo que le pasa a mi hija, y esta comprensión es algo que ella necesitaba de mí.
3) La mamá fue convocada por las circunstancias y acudió para ayudarla. Estuvo siempre muy presente y le dio un tiempo que Lucila hacía mucho venía reclamándole. Su presencia constante la reconfortó.
4) La mamá y yo iniciamos una relación más coherente que responde con las necesidades del caso. Este diálogo, este acuerdo también ha impactado positivamente en el tratamiento de nuestra hija.

Hoy siento que el sistema educativo de colegio bilingüe católico que propusimos a Lucila desde que inició su escolaridad colapsó; llegó a su fin. La estupidez, el vacío, la competencia por “agarrarse al flaco más caño” (el modo en que las adolescentes de estos colegios llaman al hecho de atraer al chico “más lindo”), la necesidad de tener el último modelo de celular, de veranear en los lugares de moda, de estar flaca o de tener el mejor cuerpo, y otras superficialidades consumistas más, hicieron estragos en Lucila. Pero por suerte, creó que tocó fondo.

Yo, sin adherir a estos valores, fui víctima de las circunstancias. La noche previa a nuestra salida del neuropsiquiátrico hablaba con Lucila y le proponía que si en algún momento iba a poder retomar sus estudios, tenía que hacerlo en otro colegio. Ella no solo estuvo de acuerdo sino que además me expresó que al colegio que iba no podía volver. Sería para ella una carga tremenda por todo lo que le pasó estando allí.

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Si todo va bien, tal vez, en algún momento le darán el alta también a la internación domiciliaria.
El tratamiento seguirá en La Casita. Y no nos aseguran ni pena ni gloria, ni éxito ni fracaso. Tampoco sabemos si algún colegio aceptará a mi hija medicada, con ausencia prolongada, antecedentes de autolesión y otras cosas más, para darle una oportundidad.
Nos esperan sesiones varias de terapia familiar, participación en grupos de padres y autoayuda y un largo camino a transitar en su adolescencia plena.


Gonzalo Torres Argüello
Buenos Aires, Junio de 2008.-


(1) No es porque soy el papá, pero sin duda mi hija era una de las chicas más lindas de ese colegio. Sólo que tenía un defecto que es imperdonable en nuestro país: un sobrepeso de aproximadamente 7 u 8 kilos, lo que en ese ambiente es decididamente descalificatorio.

domingo, 25 de enero de 2009

AY LUCILA!


Ay Lucila! mi Sol, mi Macarena,
mi pioja más pioja, mi María Elena.

Sos todos los nombres por ser tan mía,
sos mi Flor, sos Victoria, sos María.

Ay Lucila! mi sueño, mi retoño,
mi primavera, mi sol de otoño.

En mis brazos naciste y fui tu cuna,
y en tus noches mas tristes fui tu luna.

Ay Lucila! cuando me preguntabas:
"¿Aquí va mamá, no?"...pero no estaba.

Un día chiquita volaste sola
a estar con papá, Mickey y Donald

Ay Lucila! la del Colegio Blue Bell,
la alumna rebelde, la menos púber.

Fui cómplice mudo de tu conducta
siguiendo fielmente tu propia ruta.

Ay Lucila! del llanto y del escarnio
viniste a decirme "Pasaron años..."

Y aprendí de golpe que cuando daba,
como todo padre no preguntaba.

Ay Lucila! la mas tierna y sensible,
la que emociona y la mas querible.

La que en canciones nos cuenta su vida,
la que sufre y ama, la decidida.

Ay Lucila! por vos mis emociones
llueven como notas en tus canciones.

Donde vayas voy, bendito destino,
no importa el lugar, disfruto el camino.

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Gonzalo Torres Argüello
Enero 2009.-